Aunque cuando se compró era sólo una ruina en medio del campo ampurdanés, el oficio de buenos profesionales le devolvió su primitivo esplendor.
Como cualquier pareja de extranjeros, este matrimonio inglés visitó a unos amigos en el Ampurdán, y se enamoró del lugar, de sus paisajes, sus gentes, su cultura. En menos de un año, ya habían comprado una ruina y se disponían a arreglarla bajo la batuta de los arquitectos Lluís Auquer y Oriol Roselló. Los propietarios recalcan la buena impresión que les supuso este equipo de profesionales, a los que conocieron por casualidad en
una reunión social en el mismo Ampurdán. “Su conocimiento y su visión artesanal de la arquitectura y cultura de la zona nos sorprendió. Su empeño en potenciar los oficios de toda la vida aplicados a la obra, su amor por los productos naturales y las formas autóctonas de construir, nos convencieron de que eran los únicos que podían devolver el esplendor original a nuestra ruina”. La última vez que alguien se ocupó de restaurar la casa fue en 1825, fecha que consta en un rincón de una volta catalana que permanecía en un estado lamentable. Las golondrinas anidaban cada año en la actual biblioteca, las ventanas carecían de cristales, la lluvia se colaba a través de los agujeros del tejado y embarraba los suelos de tierra. La casa en general era muy oscura y sin apenas ventanas. Tres años después de la compra la apariencia era otra. Su propietaria se enorgullece de que se hiciera “prácticamente todo a mano; las baldosas del suelo, que provienen del sur de los Pirineos, las realizaron tres hermanos, de los cuales el pequeño tenía 87 años”. Cuando los espacios comenzaron a tomar forma, su propietaria no pudo evitar pintar las paredes y ubicar muebles en los lugares más apropiados. Su marido mientras tanto seguía luchando con los oficios: fontanero, electricista... Cada uno se ocupaba de una tarea diferente. Finalmente un día de mayo llegó el momento de realizar la mudanza desde Inglaterra. Alquilaron una furgoneta, la llenaron con las pertenencias más básicas y cruzaron Francia hasta llegar al Ampurdán. A medio camino avisaron a los obreros de su llegada. Éstos se asustaron, pues aún no habían acabado. La primera noche, el marido se quejó de estar alojado “en el hotel más caro del mundo y de tener en la cama restos de cemento”. Con tiempo y paciencia, el jardín tomó forma con un proyecto de María Jover, que pensó en un clima mediterráneo y y que fuera fácil de cuidar. Hoy esta casa hace las delicias de sus dueños. Realización: Patricia Ketelsen / Foto: Daniela Rosenfeld.
una reunión social en el mismo Ampurdán. “Su conocimiento y su visión artesanal de la arquitectura y cultura de la zona nos sorprendió. Su empeño en potenciar los oficios de toda la vida aplicados a la obra, su amor por los productos naturales y las formas autóctonas de construir, nos convencieron de que eran los únicos que podían devolver el esplendor original a nuestra ruina”. La última vez que alguien se ocupó de restaurar la casa fue en 1825, fecha que consta en un rincón de una volta catalana que permanecía en un estado lamentable. Las golondrinas anidaban cada año en la actual biblioteca, las ventanas carecían de cristales, la lluvia se colaba a través de los agujeros del tejado y embarraba los suelos de tierra. La casa en general era muy oscura y sin apenas ventanas. Tres años después de la compra la apariencia era otra. Su propietaria se enorgullece de que se hiciera “prácticamente todo a mano; las baldosas del suelo, que provienen del sur de los Pirineos, las realizaron tres hermanos, de los cuales el pequeño tenía 87 años”. Cuando los espacios comenzaron a tomar forma, su propietaria no pudo evitar pintar las paredes y ubicar muebles en los lugares más apropiados. Su marido mientras tanto seguía luchando con los oficios: fontanero, electricista... Cada uno se ocupaba de una tarea diferente. Finalmente un día de mayo llegó el momento de realizar la mudanza desde Inglaterra. Alquilaron una furgoneta, la llenaron con las pertenencias más básicas y cruzaron Francia hasta llegar al Ampurdán. A medio camino avisaron a los obreros de su llegada. Éstos se asustaron, pues aún no habían acabado. La primera noche, el marido se quejó de estar alojado “en el hotel más caro del mundo y de tener en la cama restos de cemento”. Con tiempo y paciencia, el jardín tomó forma con un proyecto de María Jover, que pensó en un clima mediterráneo y y que fuera fácil de cuidar. Hoy esta casa hace las delicias de sus dueños. Realización: Patricia Ketelsen / Foto: Daniela Rosenfeld.
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